Tal
vez sepan que el
martes 12
de marzo de 2019
se cumplieron 30 años desde que el británico Tim Berners-Lee
propuso la idea de la Web. La plataforma más conspicua de la Red
tiene varias fechas de nacimiento, como es bastante común en estas
tecnologías. En agosto de 1991, Berners-Lee puso en línea la
primera página Web de la historia. Un pequeño paso para él, un
salto enorme para la humanidad. En abril de 1993, el Consejo Europeo
de Investigaciones Nucleares (CERN, por sus siglas en francés),
donde trabajaba Berners-Lee, anunció formalmente que la Web pasaba
al dominio público. Ese mismo año nacía el primer navegador
gráfico, Mosaic, tatarabuelo de Firefox, Chrome y todos los demás.
Así
que celebra, la Web, al menos cuatro cumpleaños. En 1989 fue
propuesta. En 1990 Berners-Lee logró ponerla en marcha, con la ayuda
del belga Robert Cailliau. En 1991 aparece la
primera página en línea. En 1993 el CERN la dona a la
humanidad.
En
una carta que, al menos a mi juicio, es conmovedora, Berners-Lee dijo
el martes que necesitamos
un nuevo contrato Web, uno que proteja a los usuarios y defienda
a este encumbrado servicio de Internet. Se refiere a las noticias
falsas, el acoso, la polarización de la opinión pública, el
cibercrimen, la piratería, los ataques patrocinados por los Estados,
y, de forma algo ambigua, a la explotación de los datos privados de
las personas. Ese nuevo contrato tiene una serie de principios, que
pueden leerse aquí
(en inglés)
Obstáculo
que me sorprendió: tales principios, hasta donde pude ver, están
solo en inglés. La traducción puede cederse a la inteligencia
artificial, con los mediocres resultados esperables.
Más
allá de eso, los principios que expone Berners-Lee son no sólo
loables, sino exactamente, punto por punto, todo aquello que la
industria y los gobiernos están haciendo mal. Incluso señalan ahí
donde los usuarios también estamos metiendo la pata. Y está bien
que sea así, porque son principios. Son desiderata.
Pero,
aparte de que el texto solo está en inglés (y la Web es
posiblemente el fenómeno más multilingüe de la historia humana,
después de Babel), el error de pretender salvar la Web mediante
estos principios es que no tienen nada que ver con la Web. Tienen que
ver con la naturaleza humana (cosa que Berners-Lee niega). El error
es comprensible, tomando en consideración que el británico es el
padre de la criatura y, tal vez, se siente en parte responsable del
abuso que compañías, políticos, Estados y particulares han hecho
de su invención. Pero ni es su responsabilidad ni es culpa de la
Web.
Uno
de los principios obliga a los gobiernos a garantizar que todos sus
ciudadanos puedan conectarse a Internet. Coincido en todo, sin
ninguna clase de peros. Pero son muy pocos los Estados de este
planeta que son capaces de garantizarles a todos sus ciudadanos el
techo, el alimento o la educación.
Otra
de las obligaciones de los Estados y compañías es la de respetar la
privacidad de los usuarios. Si no fuera un hombre inteligentísimo,
podría tacharse a Berners-Lee de ingenuo. Pero no. Sabe bien el
destrozo que está ocurriendo por parte de gobiernos y compañías al
respecto. Lo que no parece saber es que esto no tiene que ver con la
Web. Ni siquiera con Internet. Volveré pronto sobre este punto.
Una
de las obligaciones que el creador de la Web propone para las
compañías es, por ejemplo, la de crear tecnologías que promuevan
lo mejor de la humanidad y desafíen lo peor que hay en ella. Dejando
de lado la interminable discusión sobre quién decidiría qué es lo
mejor y qué es lo peor, el hecho es que no podemos definir una
tecnología en términos éticos. Las mismas técnicas que llevaron a
los horrores de Hiroshima y Nagasaki son capaces de tratar el cáncer
o producir energía eléctrica.
Paradojas
Estos
días me llamaron de varias radios por los 30 años de la propuesta
inicial de la Web, y en todos los casos aparecieron los riesgos que
supone esta tecnología, y, por supuesto, la declaración de
principios de Berners-Lee. El problema es que todas las tecnologías
verdaderamente disruptivas conducen a una paradoja.
Por
ejemplo, el libro impreso solo iba a convertirse en uno de los
mayores motores (si no el mayor) del progreso humano, si y solo si no
se ejercía sobre sus contenidos censura previa. Eso, como se sabe,
no ocurrió de inmediato. Pero, cuando obtuvimos ese derecho, vimos
también publicarse algunas de las obras más ofensivas de la
historia. Desde los panfletos nazis hasta un manual para convertirse
en asesino a sueldo que originó batallas
legales colosales. Pero ni Darwin ni Einstein habrían podido dar
vuelta dos páginas fundamentales del conocimiento de nuestra
civilización, si hubiéramos caído en la tentación de intentar
eliminar la paradoja de las tecnologías disruptivas. Esto es,
erradicarles todo posible uso malicioso, todo posible abuso.
Gutenberg no tuvo la culpa de los folletines empalagosos ni de las
novelas mediocres, que son la mayoría. Google calculaba en 2010 que
hay unos 130 millones de libros en el mundo. Pero la cantidad de
obras literarias descollantes caben en una docena de estantes. OK,
hagamos dos docenas. O tres, da igual. Frente a 130 millones, son un
puñado. Solo que ese puñado define a la humanidad. Gracias a
Gutenberg.
Lo
mismo ocurre con Internet, que es una tecnología para conectar
redes, y con la Web, que es su servicio más popular. Hay alrededor
de 1600 millones de sitios, y las páginas son, literalmente,
incontables. Pero cada uno de nosotros sabe que solo un pequeño
porcentaje de esos sitios contribuye de una manera sustantiva a
nuestro bienestar, aporta información fidedigna o de alguna otra
manera resulta beneficioso o, como mínimo, interesante. Al igual que
en la biblioteca universal, hay toneladas de hojarasca. Y al igual
que con los grandes libros, ese pequeño porcentaje de sitios
grandiosos nos define y ha mejorado el mundo. Gracias a Bob Kahn,
Vinton Cerf, Berners-Lee y muchos otros.
Opacidad
total
Pero
con Internet hay una vuelta de tuerca más. Como se trata de
tecnologías opacas, el aporte enorme que hace a mi vida Google Maps,
sin cuya ayuda no podría llegar casi a ninguna parte, porque soy un
despistado incorregible, va de la mano con que no tengo la menor idea
de lo que Google hace con los datos privados que sustrae de mis
dispositivos.
Si
con el libro enfrentábamos una sola paradoja, la de que con la
imprenta se podían distribuir simultáneamente Los
Miserables
de Víctor Hugo o un libelo xenófobo execrable, aquí nos
enfrentamos a por lo menos dos paradojas. Con Internet y, entre
otros, la Web, se pueden difundir contenidos admirables, pero también
porquerías que dan vergüenza ajena (o que son francamente
peligrosas); igual que con el libro impreso. Pero ahora, este nuevo
libro, este hipertexto que llega por las arterias de la Red, requiere
de una infraestructura en la que pueden implantarse espías
invisibles o ejecutarse virulentos ataques de denegación de servicio
(la democratización
de la censura, como la llamó alguna vez, con su lucidez
habitual, Brian Krebs).
Los
principios de Berners-Lee son admirables, pero pretenden que las
mismas compañías y Estados que han abusado de la Red y de la Web
empiecen a comportarse bien. El reclamo es justo, y es tal vez
también necesario, pero mucho me temo que nada por el estilo va a
pasar. No solo porque no parece haber voluntad (más allá de las
altisonantes campañas de marketing), sino -y sobre todo- porque de
ocurrir, sería imposible verificarlo. Un solo dato, escalofriante:
estas maquinarias hacen en un segundo tanto cálculo que una persona
con lápiz y papel necesitaría trabajar 60.000 años para
igualarlas.
¿Soluciones?
Ninguna simple, ninguna inmediata. Como ocurre cada vez que aparece
un conjunto de tecnologías disruptivas (la escritura, sin ir más
lejos), el mundo cambia de formas impredecibles. Lo he dicho otras
veces, y sinceramente no me gusta aburrir o sonar reiterativo, pero
una de las razones para que la programación se vuelva una disciplina
temprana en las escuelas es que los líderes del mañana crezcan con
una visión mucho más adecuada del mundo que la que tienen los de
hoy.
La
otra idea que se me ocurre es fijar un norte. No sabemos qué va a
pasar ni en qué se va a convertir nuestro mundo en los próximos
cien años, debido a estas tecnologías y varias otras, como la
inteligencia artificial y la ingeniería genética (más aquellas que
ni siquiera comos capaces de imaginar hoy). Pero por lo menos podemos
decidir una dirección. No sabemos cómo llegaremos, pero vamos hacia
allá. O hacia allá. O hacia aquél otro lado. En mi opinión, ese
norte es proteger a cualquier costo la libertad de expresión. Lo
demás, como siempre, es cuestión de tiempo.
PARA
DEBATIR EN GRUPO DE TRES PERSONAS:
¿Se
imaginaban que la WEB tenía esa antigüedad?
Entonces….
¿WEB e Internet no son sinónimos?
¿Se
animan a investigar que otras plataformas existen en la Red ?
Qué
es y cómo funciona una denegación de servicio?
“Las
mismas técnicas que llevaron a los horrores de Hiroshima y Nagasaki
son capaces de tratar el cáncer o producir energía eléctrica”….
¿La tecnología es entonces mala o buena?.
Están
de acuerdo con que las tecnologías disruptivas el mundo cambia de
formas impredecibles?. Ejemplifiquen.
Al
usar Redes Sociales, ¿leen los términos de contrato en cuanto a
privacidad?
¿Es
importante cierto grado de privacidad individual y personal, o no le
asignan carácter de importancia?